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IV
Musicafé
—¿¡Pueden apagar la hornalla!? —exclamó.
Milo tenía los nudillos blancos de tanto apretar los cubiertos y los dientes.
Jorge y Celeste se dieron vuelta hacia la mesa, atónitos, no sin antes chequear la cocina. Estaba completamente apagada, pero el rostro de su hijo parecía estar hirviendo.
—Es la bacha, amor —señaló Celeste, interfiriendo el chorro de agua que hacía retumbar la vajilla y el acero.
—Ah —murmuró— perdón.
El calor se fue de un cuerpo en un instante.
Agachó la cabeza y vio que no había terminado de comer. Su plato seguía casi completo y la mesa ya estaba prácticamente vacía. Ni sus hermanos estaban ahí para acompañarlo.
Milo se levantó con fuerza, haciendo raspar la silla contra el suelo. Tomó su vaso y se alejó de la mesa y de la cocina en su totalidad. Por la forma en la que estrujaba el rostro parecía no soportar más el estar ahí.
—Ey —exclamó Celeste— ¿qué te pasa con la silla?
Milo se detuvo abruptamente, esperando encontrar enojo en los ojos de su madre, pero cuando volteó solo vio que había genuina confusión.
—Perdón —murmuró y se acercó a acomodar la silla más cerca de la mesa.
Volvió a emprender su camino hacia la escalera. Subió arrastrando los pies, y al llegar al último escalón escuchó voces desde abajo.
—¿Qué le pasa hoy? —expresó Celeste.
Se quedó ahí, en el limbo del último paso, pero en lugar de seguir se agachó lentamente hasta sentarse.
—Se despertó con una actitud de mierda, muy contrera, como si hubiera dormido mal —continuó.
—Probablemente durmió mal, amor —respondió Jorge.
En el silencio se seguía escuchando el agua correr.
—¿Pero tan irritado va a estar?
—Es un poco como vos —Jorge se rió.
—Que boludo, en serio te digo —por un momento Celeste no pudo ocultar una risa cómplice, pero no duró mucho—. Siento que estuvo perdido todo el día. Como ido. ¿Qué hicieron ustedes?
—Fuimos a ver la casa.
—¿Cómo venía la obra?
—La obra bien, en cualquier momento arrancan a poner el piso y las ventanas.
—Ay, no lo puedo creer —Celeste dejó salir un suspiro agudo.
—Pero ahora me doy cuenta que sí, tenés razón —remarcó—. Milo estuvo ido todo el día, pero cuando llegamos allá directamente se puso raro.
—¿Qué hizo?
El agua se dejó de escuchar.
—No sé, como que se emocionó… estaba contento.
—¡Bueno, que bien!
—Contento con lágrimas —murmuró Jorge—. Estaba llorando.
—Bueno, eso es lo más normal que hizo en todo el día. Seguramente es como decís vos, durmió mal.
—Sí, bueno, también le debe estar llegando la adolescencia.
—Es verdad —se escuchó un chasquido—. ¿Cómo no me di cuenta?
—Yo voy a hablar con él, ¿querés?
—No, gordo, no te preocupes —suspiró—. Es como decís vos. Debe ser una boludez. Aparte después te dicen que sos una metida y todo eso. Ya se le va a pasar. Preguntale directamente si quiere ir a ver a la abuela ahora a la tarde.
Milo se puso de pie despacio, tratando que sus rodillas no hicieron ruido al levantarse, y caminó hasta su cuarto en puntas de pie.
Al entrar se apresuró hacia el celular dorado, que había quedado cargando sobre su escritorio, lo desenchufó y lo ocultó bajo su almohada.
Sintió pasos sobre la escalera. Como ya era demasiado tarde para cerrar la puerta, cerró la cortina y se echó en su cama, simulando que no tenía nada para ocultar más allá de sus ganas de dormir una siesta. Sin embargo, a pesar de todos los pliegues retorcidos que Milo dejó sobre ella un par de horas antes, no está tan mal, creo que podría…
Le tocaron el hombro.
—¿¡Ay qué!? —exclamó.
Jorge dio un salto hacia atrás.
—Por favor, si la Nora no te cura del susto hoy te prometo que te doy un calmante —Jorge bromeó, observándolo desde el costado de la cama.
—¿No soy muy chico para eso?
—¿Me estás poniendo a prueba? —Jorge levantó una ceja.
—No, pero… ¿Cómo? —se frotó los ojos—. ¿Vamos a lo de la Nora?
—Sí, ¿querés ir?
Milo se dio vuelta en la cama, volviendo sus ojos a la pared.
—Sí —murmuró, su voz apagada por la almohada.
—Bueno, salimos en un rato seguro, así que podes dormir más —Jorge habló rápido hasta llegar a lo que quería decir—. Sabés que me podés hablar, ¿no?
Milo asintió, escuchando su oído raspar con la funda de la almohada. Después de eso solo escuchó la suela de los zapatos de su padre sobre el suelo, alejándose. Se atenuaron, como la luz en sus ojos. Tanto peso y tanto ardor en sus párpados.
Tanto peso y tanto ardor en su espalda.
De repente el dolor se volvió real y se levantó de golpe.
—¡Ah! Me clavaste las uñas, ma.
—¿Vamos a ver a la abu?
Milo levantó su rostro y pudo ver, por la posición del sol en su cuarto, que ya pintaba las paredes con la sombra de otra hora.
—Ya me cambio —rezongó.
Celeste le dio un beso en la nuca y Milo se retorció.
—¡Ay! bueno bueno —se levantó y exclamó— ya voy.
Milo tenía la mano tensa, había estado apretando el celular abajo de su almohada mientras dormía.
—De paso podrías buscarle un regalo a Marcos.
—¡Cierto que cumple ahora! —Milo gruñó y se frotó el rostro con la mano libre—. Gracias, ma.
Soltó el teléfono debajo de la almohada y se agachó para ponerse las zapatillas.
—Disculpa —Milo continuó—, me siento re mal, siento que dormí muy poco.
—Ah —suspiró riéndose—, tu papá tenía razón.
Milo asintió, reafirmando la idea.
—Eso te pasa por tomar café —agregó, con una sonrisa pícara.
Celeste remarcó su punto con el dedo, y luego de dar media vuelta dramática, se excusó de la habitación.
—Sí, claro —murmuró él, de forma imperceptible.
Milo levantó la cabeza y luego la almohada. El teléfono dorado seguía ahí.
—Ya vuelvo —dijo, y reposó su mano encima.
Seguía tibio tras haber tenido la cabeza de Milo encima durante la siesta. Se llevó la yema de los dedos hasta la sien, y comenzó a masajearse.
Supongo que eso explica el dolor de cabeza pensó.
En el auto, Milo estaba perdido detrás del cristal. No estaba mirando nada en particular, porque los pequeños detalles de las cosas hacían que, en un todo, en realidad parezca vacío. Eran las luces de los semáforos, y cómo su color no era tan fuerte, quizás porque se perdían entre el polvo del aire, o quizás por la falta de semáforos en sí. Eran las baldosas viejas y chuecas, dislocadas por las raíces de árboles que se aferraban al suelo agrietado tratando de sobrevivir. Inclusive, podría ser por todas las personas en la calle, que auspiciaban detrás del montón lo cruda que podía ser la ausencia de gente.
Lograron estacionar sobre la calle Caseros, solo a un par de edificios de lo de Nora. Milo se bajó del auto y vio la calle amarillenta alargarse, cruzar el centro de la ciudad y llegar a topar con un cerro erguido en el horizonte.
Llevó la mano a su cara como por instinto y volvió a abrir la puerta para chequear el asiento.
—¿Te olvidaste algo? —preguntó Celeste.
Tanteó sus bolsillos, también se había olvidado el otro celular.
—No, el celu en casa. Nada más —se rascó la nariz—. Yo voy a ir para el centro a ver qué onda, vuelvo en un rato.
—Tomá plata —murmuró Jorge.
—Ehm, dale, sí —se acercó y extendió la mano.
Su papá sacó un par de billetes de $50 de la billetera y los dejó en su palma. Su mano siguió abierta, casi desinteresada.
—Ah, ¿esto no más?
—No tengo más, eh —dijo Jorge.
—¡Oh! —Milo cerró la mano.
—¿Sabés qué le vas a comprar? —consultó Celeste.
—A Marcos le encanta la música así que algo así puede ser —trató de contener su nivel de entusiasmo al hablar— Está este lugar de música a un par de cuadras. Creo que voy a ir ahí, por ahí encuentro algo que le guste.
—¿Musicafé? —inquirió Jorge
—Sí, ese ¿lo conocés? —Milo respondió, emocionado.
—¿Cómo lo conocés vos? —refutó y le sacudió el pelo.
Celeste asintió y se retiraron hacia el edificio. Milo siguió a pie.
—Te esperamos para merendar.
—¡Porfa! —gritó antes de perderse de vista.
Frenó en la primera vidriera que vio y se acomodó el pelo a su peinado original. Que raro pensó, mirando la totalidad de su reflejo, y siguió camino por la calle Caseros.
El barullo del centro lo distraía. Los colectivos y los taxis le espantaban los pensamientos con estruendos y no podía retener nada en su mente excepto por el aroma a gasoil quemado que escupían al pasar. La calle se había tornado en concreto viejo y seco, con meses de polvo apelmazados por el invierno árido sobre la vereda, las paredes de locales a medio abrir, y las casas habitadas con las ventanas cerradas.
Pero Musicafé no era así, no. Se lo veía a lo lejos. Su fachada con detalles en madera oscura, sus grandes ventanales y sus detalles en dorado. Brillaba bajo el sol elegante, un refugio dentro de la ciudad. Cuando Milo se posó frente a la puerta, y el grabado en dorado que decía “Musicafé”, sintió por fin sus hombres aflojarse después de casi todo un día.
Descansó su mano sobre la manija metálica de la puerta, como todas las personas que la tocaron antes y la quitó inmediatamente. Terminó por acercarse hasta la puerta y empujarla con el codo.
Y todos los que la tocarían después.
Abrió y se distrajo por la falta de sonido. Levantó la mirada.
—¿Y la campana? —murmuró, frotándose las manos.
El lugar estaba repleto de pequeñas mesas redondas que ocupaban el espacio de cafetería en el centro del local, elevado sobre un suelo de madera barnizada que le daba un aspecto cálido.
El piso alrededor de las mesas estaba, en cambio, revestido con una alfombra oscura abarrotado por estantes, todos perpendiculares al círculo de mesas del medio. Casi como si el sector de café fuese el nexo a un sinfín de pasillos y de posibilidades. Los estantes que estaban más cerca a los ventanales de la entrada eran más chatos y tenían música de todo género y lugar; mientras que los otros del fondo, más prominentes en altura, soportaban una extensa colección de libros.
Pero arriba de él, en el marco de la puerta, no había campanas.
—Okay “K” —se dijo a sí mismo en voz alta.
Revisó los costados de los estantes hasta dar con uno que decía “JKL” y entró a revisar. Fue de una punta hasta a otra, escaneando pero sin prestar atención, porque cuando su mirada llegó al borde salió más allá del estante y se fue por la ventana, persiguiendo las sombras que andaban por la calle.
Milo, no hay nada, se regaño a sí mismo.
Volvió su mirada a los discos y por fin vio la tapa verde oscuro, Hopes and Fears de Keane. Sonrió con timidez y lo abrazó entre sus manos.
—Espero que a Marcos le guste —se murmuró a sí mismo y luego largó una carcajada—, bueno, eso seguro.
Miró de vuelta hacia el estante y el lugar que había quedado desocupado. Detrás del disco de Keane había uno de Kevin Johansen. Suspiró, apretando aún más fuerte el que tenía en sus manos, y fue hasta la caja.
Se acercó hasta el cajero, que al costado del espacio para pagar tenía la sección de panadería y cafetería adjunto. Había a dos mozos atendiendo las mesas ocupadas, que desde que había llegado eran un par más. Milo ojeó las facturas detrás del mostrador de vidrio y los precios en el menú. Le habría alcanzado, y hubiese podido quedarse, pero tenía que volver.
—Re bien el precio del café —señaló Milo.
El que atendía lo miró absorto, se acomodó los anteojos y volteó a ver los carteles detrás de él.
—La gente dice que es caro a veces —comentó.
—Ah —Milo levantó las cejas—, si supieran.
—Okay —lo miró, confundido, y señaló a sus manos— ¿entonces te cobro eso que tenés?
—Ah sí —Milo le acercó el CD.
—Espero que tampoco te parezca caro —bromeó.
Milo le extendió el dinero y una risa forzada, se llevó el album, y se retiró dejando una sonrisa de propina.
Fuera de Musicafé estaba relativamente fresco, en gran medida por un rasposo vendaval que anulaba todo esfuerzo que el sol pudiera hacer esa tarde vencida. No quedaba mucho tiempo de día, el ocaso ya se respiraba en el cielo celeste lavado, que de un instante al otro iba a oscurecerse.
Antes de partir, Milo se detuvo a contemplar los estantes de música desde afuera. Suspiró con delicadeza y su aliento se hizo bruma frente a él.
—Ugh —gruñó—. ¿cómo no me quedé adentro?
Lo que quedaba del sol se esfumó, y antes que la noche lo envolviese por completo, Milo emprendió camino.
Al llegar al edificio de su abuela Nora, presionó el 3C, como de costumbre. Atendió su papá y lo hizo subir. Cuando su abuela le abrió la puerta, Milo la miró y se congeló en su lugar.
Su abuela Nora le respondió con su mirada.
—¿Por qué tenés los ojitos así mi amor? —le preguntó.
Milo se trepó a sus brazos.
Bueno ya ya —su voz débil por la apretujada—, que te vas a quedar sin abuela, nene.
—Okay, perdón —la soltó y le sonrió.
Fueron juntos hasta la mesa y mientras saludaba a todos al llegar, ella le alcanzó un té.
Milo empezó a jugar con el saquito de té para que se hiciera más rápido, pero se distrajo por el olor denso del departamento. Las paredes empapeladas emanaban un aroma residual a lavanda que ya no se podía ventilar y se complementaban con notas a mueble viejo y libro gastado. El aire parecía pesado, pero no era más que la falta de luz. Los focos viejos y anaranjados apenas podían brillar a través de las lámparas oxidadas y los cristales empolvados.
—Abu, ¿necesitas ayuda para limpiar los focos y la…?
—Ah, me hiciste acordar que estaba contando que, bueno —señaló a Milo—, ya que están todos acá, tengo que comentarles un par de cositas.
Nora entrelazó las manos.
—Me voy a vivir a otro barrio. Me voy a Vaqueros.
Celeste se ahogó con el café.
—Ay, mi amor —Jorge le apoyó la mano en la espalda
—¿¡Cómo!? —exclamó su hija.
Milo había escuchado perfectamente, pero no hizo más que estrujar el saquito de té contra una cuchara.
—Sí. Voy a alquilar el departamento este y me voy a ir a una casa —afirmó con total seguridad, deshaciendo las dudas del aire con los movimientos de sus manos—. Voy a estar más cómoda.
—Vas a estar re lejos, mamá —agregó Celeste, revolviendo el mate.
—Ay, hija, no pasa nada. Yo me cuido —le quitó a su hija el mate de las manos—, o conseguiré a alguien que me cuide, ¡no sé!
Ella empezó a reírse y Milo se sumó a la carcajada.
—¿Y la mudanza? —preguntó Jorge.
—La Mary tiene una amigo con una empresa de camiones, ellos van a hacer todo —se cebó un mate.
—¿¡A la Mary le vas a pedir!? —a Celeste se atolondró con todas las preguntas que se querían escapar de su garganta en simultaneo.
—Está copado, Abu —Milo murmuró entre sorbos—. Vas a tener re espacio para plantas.
—Me leíste la mente, nenito, es la razón número uno. También se me está poniendo oscuro este departamento, no sé. Debe ser el silencio de ya no tener a tu abuelo… ya verá el que venga —dio un sorbo final—, pero yo me voy ¡y ya me fui!
Celeste se levantó y apartó a su madre hasta la cocina para regañarla en privado. Milo siguió la conversación hasta que se perdió detrás de la puerta y su mente se perdió detrás de la vidriera de Musicafé.
No había campanas pensó.
Su papá quebró el silencio
—¿Estás bien?
Volvió al living, y cuando vio a Jorge en él, se cruzó de brazos inmediatamente.
—Ya quiero volver —resopló—. La Abu tiene razón con lo del silencio.
—No está tan mal —respondió.
Jorge observaba el lugar con paciencia, como si no le pesara en la mirada.
Milo volvió a pensar en esa mirada cuando se vio en el espejo antes de ir a dormir. No era su caso. Tenía los párpados pesados e irritados con su propio reflejo. Chistó, tomó la taza de té que había apoyado sobre el lavamanos y salió hasta su cuarto.
Volvió a cruzarse con su papá en el pasillo, pero Milo ya no tenía fuerzas para mirar.
—Acá tenés para el dolor de cabeza —le acercó una pastilla en la mano— ¿No vas a cenar?
—Prefiero ir a dormir directo —se escondió del escrutinio frotándose el rostro—, ya, ya mañana voy a estar mejor.
—¿Seguro? Si querés…
—Quiero que porfa no me despierten mañana —murmuró.
Jorge asintió y Milo caminó con prisa hasta su cuarto, para luego desvanecerse detrás de su puerta.
Una vez dentro, encerrado en la quietud, largó un suspiro tembloroso. El aire de sus pulmones no se fue mucho más allá de las paredes de su habitación, amarillentas por la luz solitaria que venía de su velador, pero las sombras a las que llegó no eran nada nuevo.
Excepto por el teléfono dorado apoyado sobre el escritorio.
—Dios —el temblor se movió de sus labios a sus párpados— ¿qué es eso?
Milo pasó la pastilla con un sorbo de té agitado y fue directo hasta su placard, lo abrió y aplastó las camperas sobre el riel para hacer lugar. Empezó a andar de una punta de la habitación a la otra, jadeaba de forma restringida y rasposa, buscando y llevando cosas para dejar en el espacio que había creado. La taza amarilla, la almohada de su cama, y luego el teléfono dorado.
—Okay, em —murmuró, frotándose los ojos.
Sintió la humedad en la manga de su suéter. Se apresuró hasta el escritorio y escarbó en sus cajones en busca de auriculares. Encontró tres pares distintos que terminó llevando de vuelta hasta el placard. Se metió dentro y cerró la puerta.
Desbloqueó el teléfono, temblando y con su respiración empañada por lágrimas, y tocó Spotify.
Al entrar apareció un aviso:
“Estás escuchando en modo offline, el contenido descargado estará disponible por 30 días”
—Mierda —murmuró.
Lo único que quedó detrás del cartel eran sus canciones favoritas y un playlist que se llamaba Milosofía.
Tomó los auriculares con desesperación, y entre las lágrimas y la poca luz del teléfono, desenrolló un par oscuro que parecía estar íntegro. Los enchufó y le dio a reproducir.
Empezó a sonar Instant Crush de Daft Punk.
Cerró la aplicación, y tras un suspiro, volvió a abrir los correos. El interior del placard se iluminó, realzando el resplandor que descendía por su rostro. Nuevamente los vio. Estaban todos los correos ahí.
Pero él no estaba ahí, no.
Milo estaba encerrado en un placard en su habitación, sollozando; y fuera de él, no se escuchaba nada.